Capítulo 10. El irlandés

 

El sol apuntaba bien alto cuando pasamos cerca de una villa. Pepe dijo que se llamaba Arquillos. Estaba situada en un gran valle a los pies de la sierra del Acero y en las estribaciones de Sierra Morena. Seguimos cabalgando y en poco más de dos horas llegamos a Santa Elena. Tocaba recorrer el tramo más peligroso: debíamos cruzar Despeñaperros.

Dejando la villa a un lado, paramos en la entrada del desfiladero, a la orilla de un pequeño riachuelo. Bajamos de los caballos para que bebiesen, pues ya no pararíamos hasta que hubiésemos salido del desfiladero y cruzado el espeso bosque al que conducía. Le pedí a Fabio que hablase con los seres del bosque antes de entrar en el desfiladero; una vez que hubiésemos montado, no podríamos bajar. Este se acercó a la orilla del riachuelo y comenzó su ya tradicional rito: trazó un círculo en el suelo y empezó a comunicarse con la naturaleza en su lengua.

Mientras los demás estirábamos un poco las piernas, nuestro nuevo compañero, Manuel, se sentó en el suelo. Aún quedaba rastro de su cogorza; estaba pálido. Era un hombre moreno de mediana estatura, muy delgado —el alcohol se había encargado de ello—, y llevaba una barba corta, muy negra, al igual que su pelo. No tuvimos problema para vestirlo como nosotros porque toda la ropa que tenía en casa era de luto; solo tuvimos que darle un pañuelo negro. Lo que más llamaba la atención de aquel hombre era que tenía un ojo de cada color: uno negro y otro azul.

Nos reunimos de nuevo. Antes de montar, Manuel advirtió que en mitad del trayecto había un puesto de franceses, los había visto cuando pastoreaba con sus cabras por allí. No era seguro que siguiesen en el mismo sitio, pero no debíamos confiarnos. Al llegar a aquel punto, alguien le acompañaría y rastrearían la zona. Lo miramos, atónitos: aquel no parecía el mismo individuo que habíamos recogido la noche anterior. Hablaba con temple, con su profunda voz ronca, y casi asustaba. Le dije que no había inconveniente y que debíamos tomar todas las precauciones posibles; la misión era lo primero.

Montamos en los caballos y nos dispusimos a cruzar el desfiladero. Era vertiginoso, con sus paredes casi rectas en las que se perdía la vista sin encontrar la cima. Al desfiladero lo acompañaba el mismo riachuelo junto al que habíamos parado. A la orilla de las paredes, monte bajo: madroños, brezos, jaras y zarzas; muy pocos árboles, solo en lo más alto podían verse algunos pinos, cercanos a los buitres que nos sobrevolaban. Sus gigantescas sombras se reflejaban en el camino. Si los franceses nos emboscaban allí seríamos su gran banquete, pero ni rastro de los gabachos.

El camino se hacía cada vez más duro: debíamos subir y bajar grandes rocas en las que los caballos resbalaban, pero seguíamos adelante. Entonces, Manuel, que encabezaba la compañía junto con Pepe, echó el alto, giró su caballo e informó de que el puesto francés estaba cerca. Uno de nosotros debía acompañarlo mientras los demás descansaban, aunque siempre alerta. Se asentaban en un lugar elevado del desfiladero, rodeados por una frondosa vegetación; un lugar idóneo para no ser vistos y, a la vez, gozar de una buena panorámica de la zona.

Manuel sacó del fardo de su caballo un trabuco y se colocó a la espalda un fusil. No era un Baker; Cillian me dijo que se trataba de un Bess Brown, típico de los soldados ingleses, un poco más grande que nuestros fusiles. Manuel llamó a Pepe y le dijo que debía ir hasta una roca que se situaba justo enfrente de donde se suponía que estaba el destacamento francés. Me ofrecí voluntario para acompañarlo, tenía que saber si podía ayudarnos en nuestra misión. Cogí mis armas, la francisca, el cuchillo y el Baker, y lo seguí.

Nos adentramos en la espesura y perdimos de vista a los demás. Manuel hacía honor al apodo que le habían puesto durante su estancia en el Ejército: era sigiloso y liviano como una pluma. Yo me concentraba en no hacer ruido y no prestaba atención a los detalles. Me paró para preguntarme si había oído o visto algo fuera de lo común y le respondí que no; él me replicó que había oído hablar en francés, lo que indicaba la presencia de un destacamento cerca; lo que no sabíamos era cuántos soldados lo componían. Me pidió que lo esperase, iba a acercarse él; yo hacía demasiado ruido.

Al cabo de poco volvió y me dijo que había cuatro soldados franceses. Debíamos eliminarlos sin disparar para no hacer demasiado ruido y evitar alertar a más soldados. Comencé a ponerme nervioso. Agarré mi cruz y respiré hondo. Le pregunté qué debíamos hacer: teníamos que acercarnos por donde no nos viesen y matarlos. Me dio un vuelco el corazón, pero volví a concentrarme.

Con un suspiro, solté la cruz, dejé el Baker en el suelo y saqué la francisca, pidiéndole a Dios que me protegiese y a Erin que me ayudase a acabar con el enemigo. Manuel dejó también sus armas de fuego en el suelo, las tapó con la maleza y sacó una navaja con una gran empuñadura roja como el fuego. La abrió y apareció una hoja de por lo menos dos palmos, brillante, se veía muy afilada.

Nos acercamos sigilosos hasta el puesto francés. Tumbados en el suelo, observamos que había dos soldados sentados cerca del desfiladero, vigilando, y otros dos a unos veinte pasos, al lado de una gran encina. Una enorme roca quedaba justo en la mitad, de modo que no podían verse directamente. Manuel me indicó con el dedo que me encargase de los dos que estaban en el árbol; él atacaría a los que estaban sentados. Me guiñó un ojo y se esfumó.

Acaricié de nuevo la cruz que me había regalado el hermano. Con la francisca en la mano me levanté y, tratando de no hacer ruido, me dirigí hacia los soldados. Antes de atacar miré hacia los otros dos y vi que mi nuevo compañero estaba muy cerca de uno de ellos con la navaja en la mano. Era el momento de atacar, no podía fallar a mis amigos o los matarían allí abajo. Entonces la fortuna se alió conmigo: uno de ellos se giró bajándose los pantalones para orinar, y el otro se retiró lo suficiente para no verlo. Era mi oportunidad.

Corrí hacia ellos. El primero me vio, pero antes de que pudiese hablar le lancé la francisca y se la clavé entre los ojos. Cayó desplomado al suelo, y antes de que su compañero pudiese darse la vuelta ya estaba detrás de él. Le puse una mano en la boca y con el cuchillo de los ojos de serpiente lo degollé. Su sangre me corría por las manos, lo solté y cayó al suelo. Yo me miraba las manos, ensangrentadas; no sabía lo que acababa de hacer. Cerré un instante los ojos y suspiré: había matado a un hombre por la espalda.

Oí un ruido: alguien había pisado una rama. De inmediato me escondí detrás de aquella monumental encina, miré a escondidas y vi que se acercaba Manuel. Caminaba despacio, limpiando su navaja con un pañuelo blanco.

—Ya puede salir, maestro —dijo.

—¿No habrá más soldados?

—No, me lo ha dicho uno de los gabachos antes de que lo matase.

—Hemos tenido suerte —dije mientras recogía la francisca.

—No ha sido suerte, hemos hecho lo que sabemos hacer —repuso él.

Tenía miedo, no por enfrentarme a los soldados franceses, sino por lo que acababa de hacer. No podía creer en qué me estaba convirtiendo, pero el pastor tenía razón: no solo había intervenido la suerte, también se me daba bien matar a soldados invasores. Debíamos ocultar los cadáveres, pues si venía cualquier otro destacamento podían buscar a los asesinos de sus compañeros. No debíamos demorarnos; había que cruzar rápido aquel maldito desfiladero en el que éramos tan vulnerables ante cualquier ataque desde arriba.

No perdimos tiempo. Ocultamos los cuerpos en una pequeña gruta que escondía la gran roca situada entre los cuatro soldados franceses. Cogimos sus armas de fuego, y Manuel se llevó también el cuchillo de uno de ellos. Era precioso, con una empuñadura de plata que simulaba la figura de un dragón. Dijo que se lo regalaría a Daniel como ofrenda por haberle salvado la vida la noche anterior.

Recogimos nuestras armas de fuego escondidas y bajamos al punto donde se encontraban los demás, que esperaban sentados en el suelo. Fabio esculpía una figura con su cuchillo en un trozo de madera que había encontrado, Antonio estaba sentado junto a una enorme roca y Cillian hablaba con Daniel junto a los caballos. Al poco llegó Pepe, soltó su rifle y se unió a nosotros.

Cuando estuvimos todos reunidos junto a los caballos, Pepe anunció que debíamos partir. Había visto huellas de soldados franceses en dirección a Almuradiel que seguían el camino de Andalucía. Era un gran contingente de por lo menos quince soldados de infantería y un par de carros bien cargados; llevarían cañones, porque las huellas estaban muy marcadas en la tierra. Los acompañaban cinco jinetes.

Era extraño que fuesen en dirección norte, teníamos información de que intentarían acceder al sur por esa carretera. Cillian explicó que había oído hablar de un contingente francés en Santa Elena. En cualquier caso, algo tramaban. Lo mejor sería que nos desviásemos de la ruta y que atravesáramos los bosques de Despeñaperros.

Daniel propuso entonces que los emboscáramos: debíamos acabar con ellos y con sus armas, y sería lo mejor para nuestros paisanos de los pueblos vecinos. Todos lo jalearon, tenía razón: cuantos menos soldados franceses, menos problemas para los españoles. Además, tenía ganas de entrar en acción, llevaba demasiado tiempo sin meterse en problemas.

En ese momento, Manuel se acercó a Daniel y le ofreció el cuchillo del francés en agradecimiento por su ayuda. El gigantón le dijo que lo estrenaría matando a un gabacho.

—Si estáis todos de acuerdo, acabemos con ellos —propuse, sin reconocerme.

—Debemos darnos prisa. Subiremos por el desfiladero; en una hora, corriendo, los tendremos rodeados. Uno tiene que quedarse con los caballos y seguir la senda que ellos han cogido; pero, ojo, debe andarse prevenido por si alguno se escapa —advirtió Cillian.

—Tú decides —dijo Daniel dirigiéndose a mí.

—Creo que debería quedarse Fabio, los demás disparamos mejor que él —propuse entre risas.

—No hay problema —accedió Fabio con su acento portugués.

—Debemos andar ligeros. Coged vuestros rifles y uno de estos, debemos llevar dos cada uno, así la primera vez que disparemos no tendremos que cargar —sugirió Manuel, el de los ojos bicolor, arrojando las armas que había traído de los franceses.

—Tres por un lado del desfiladero y tres por el otro —dispuso Pepe.

—Cuando nos situemos por encima de ellos, ya sabéis, no podemos dejar a ninguno con vida —recordó Cillian.

Todos estábamos de acuerdo. Fabio ató todos los caballos y esperó a que partiésemos. Yo acompañaba a Pepe y a Antonio; Daniel, Cillian y Manuel se dirigieron hacia la pared de enfrente. Aunque era pronunciada, rápidamente comenzamos a subir. Algunas rocas resbalaban, pero siempre había donde agarrarse. La roca se mezclaba con el monte bajo, algo muy típico del paisaje mediterráneo.

Avanzábamos ligeros. No deberíamos emboscar a los gabachos, la misión era lo primero, pero también había que pensar en nuestros hermanos españoles. Aquellos cañones matarían a muchos de ellos, y la misión podía esperar un día o dos, no irían muy lejos. Además, la emboscada nos serviría para desoxidar las armas.

 

 

Llegamos a lo más alto del desfiladero. Pepe corría cual cabra montés, parecía adherido a las rocas, mientras que Antonio y yo lo seguíamos resbalándonos en casi todas las piedras y jadeando como perros detrás de su amo. Después de media legua recorrida me dispuse a tomar aire cuando Pepe nos echó el alto: había visto huellas, al parecer, de un explorador francés; decía que las botas eran inconfundibles.

Nuestro compañero nos ordenó que parásemos y descansáramos sin hacer ruido; él se encargaría del rastreador (qué ironía, un cazador intentando cazar a otro). A los otros habíamos dejado de verlos hacía rato, su lado del desfiladero estaba colmado de pinos y encinas mezclados y no se distinguían los unos de los otros; al menos el rastreador francés no los podría ver.

En breve llegó Pepe, limpiándose las manos ensangrentadas. Nos contó que había atrapado y dado muerte al francés mientras bebía agua en un pequeño arroyo. No se había oído nada, este hombre sabía lo que hacía. Nos indicó que nos hallábamos cerca del contingente, a unos trescientos pasos. Nos levantamos y reanudamos la marcha.

Exactamente como había predicho nuestro amigo, llegamos a un punto desde el que se veía el destacamento francés. No había fallado ni siquiera al hablar de los jinetes que acompañaban a los carromatos. Desde allí nos señaló los mejores puestos para disparar a los franceses, retirados unos de otros por lo menos cien pasos, refugiados por grandes rocas. Dijo que teníamos que colocar los rifles alejados unos de otros unos cincuenta pasos, así no sabrían de dónde procedían los disparos. Supusimos que Manuel había explicado lo mismo a los otros compañeros.

Nos separamos y llegué al punto que me había indicado el pastor. Desde allí contemplaba perfectamente el contingente y conseguí ver a mis compañeros, a cubierto por el bosque que los envolvía. Desde mi posición se veían los fantasmagóricos paredones del desfiladero; en lo hondo se hallaban los soldados, que habían parado: uno de los carros parecía haber encallado entre dos grandes piedras. De nuevo, la suerte se aliaba con nosotros. No podía imaginar hasta cuándo tendríamos tanta suerte; seguro que cuando más falta nos hiciese no la encontraríamos.

Cada uno ocupaba su puesto. Saqué varias balas de plomo y las unté con la grasa que me había dejado Manuel; de esa forma, dijo, era más fácil acertar. Parecía que nadie se atrevía a ser el primero en disparar. Un silencio sepulcral se hizo en todo el cañón. Miré al cielo y vi varios buitres, parecían ángeles caídos en busca de sus presas. Agarré mi cruz y recé, por mis compañeros y por mi vida. No podíamos fallar.

Mientras rezaba se oyó el primer disparo. Abrí los ojos y vi como un soldado francés caía desplomado. Entonces empezó el discurrir de disparos; el eco hacía ensordecedora cada una de las descargas. Los franceses intentaban refugiarse detrás de los carros, pero era inútil: los rodeábamos y caían uno tras otro. Tenía el rifle bien sujeto, apunté y disparé. Le di a un soldado. Corrí hacia el otro rifle, era completamente distinto al Baker, más pesado. Me tumbé, lo apoyé en una roca y disparé, pero esta vez no acerté.

Retomé mi Baker. Jadeaba, el corazón se me quería salir del pecho. Comenzaba a ponerme nervioso. Intenté pensar en mi amigo el hermano, para poder tranquilizarme como solo él lograba hacer conmigo. Cargué el rifle, apunté y disparé. Convertí el fallo anterior en acierto y cayó otro soldado. Volví a cargar y disparé de nuevo; esta vez herí a uno en la pierna.

El fluir de las detonaciones era atronador. Aunque los pocos soldados que quedaban respondían con sus mosquetes, no sabían dónde estábamos y disparaban al azar. Tres jinetes consiguieron escapar, pero antes de desaparecer de mi vista vi que uno de ellos caía. Albergaba la esperanza de que no se le escapasen a Fabio.

Alrededor de los carros se levantó una pequeña humareda. Conforme se disipaba vi que uno de los soldados quitaba el toldo y otro levantaba el cañón apuntando hacia mi posición. Encendió la mecha, pero dos disparos acabaron con ellos. Eché a correr y oí un estruendo aterrador. Me lancé justo a tiempo sobre un pequeño llano que formaban dos rocas.

La bala del cañón había impactado contra la roca en la que había estado escondido y la había roto en mil pedazos. Me golpeé contra el suelo y resbalé por la piedra hasta que caí al vacío, pero en el último instante logré agarrarme a una roca que sobresalía y quedé colgado de la pared del desfiladero. Grité pidiendo auxilio, no aguantaba más; me dolían los dedos y poco a poco me resbalaba.

En ese momento, una mano amiga me agarró fuerte del brazo y tiró de mí. Apoyé las piernas en la pared de roca y conseguí subir. Era Antonio, otra vez me había salvado la vida. Menos mal que el Gitano no me abandonaba nunca.

—Gracias, amigo.

—Para eso estamos, maestro. Si muere, ¿quién nos guiará hacia la próxima victoria?, ¿el irlandés? La diosa de la guerra ha estado otra vez de nuestra parte —dijo sonriendo.

—¿Se ha escapado alguno?

—Sí, dos, pero han tenido que toparse con Fabio.

En ese momento llegó Pepe preguntando por mí; había estado muy cerca. Había trozos de roca desperdigados por todas partes. La gigantesca bola de plomo había quedado incrustada en la pared de piedra que quedaba detrás de la enorme roca. Estaba magullado y me dolía todo el cuerpo, pero me encontraba bien. Respiré mirando al cielo: había alguien protegiéndome y lo hacía muy bien.

Pepe dijo que debíamos irnos, teníamos que bajar hasta el contingente y limpiar aquello antes de que pasara alguien y alertara al ejército francés. Me sacudí la ropa mirándome las magulladuras. Antonio me las curaría después, aún le quedaban algunas hierbas de la bruja, dijo guiñándome un ojo.

Nos apresuramos a bajar. Al llegar a los carros, todo era desolación: no quedaba ni un soldado en pie, ni siquiera herido. Mis amigos ya se encontraban allí recogiendo las armas de los franceses, que apilaban al lado de uno de los carros. En ese momento llegó Fabio. Además de nuestros caballos traía otros dos, que llevaban a lomos dos cadáveres.

Nos miramos los unos a los otros y sonreímos: todo había salido bien y sin ningún herido por nuestra parte. Mi corazón todavía latía rápido, no me podía creer lo que acabábamos de hacer. Justificaba nuestra acción pensando en los lugareños a los que habíamos salvado, aunque en realidad pensaba que Dios sería quien juzgaría nuestras acciones.

Había que ocultar todo aquello, pues aquel camino era muy transitado. Decidimos descargar uno de los carros para llenarlo con todos los cadáveres franceses; Manuel conocía un gran descampado, cercano, donde podríamos quemarlo. El otro carro lo llevaría hasta una villa llamada Aldeaquemada; a media legua de allí había un lugar rodeado de jaras y encinas.

En aquel punto, un barranco adornado por escarpados farallones de roca conducía hasta la Cimbarra, una cascada de unos ciento cuarenta pies de altura terminada en un pozo de unos cien pies de profundidad, aunque nadie conocía exactamente su hondura. Sus aguas oscuras serían perfectas para ocultar el carro; además, nadie los oiría: el ensordecedor estruendo de la cascada apagaría cualquier ruido.

Indiqué a Manuel que Daniel y Cillian lo acompañarían; había que transportar dos carros y alguien debía vigilar el trayecto. Nos reuniríamos en la posada de Almuradiel antes del anochecer. Pepe sabía cómo llegar, al igual que Manuel. De todos modos, era imposible llegar a Valdepeñas antes de que acabase el día, así que haríamos noche cerca del pueblo. Ahora disponíamos de las tiendas de campaña que nos llevábamos prestadas de los franceses, al igual que sus caballos y sus armas.

Terminamos de cargar los carros y los tres compañeros partieron hacia la Cimbarra. Manuel atajó por una senda cercana y desaparecieron de nuestra vista. Mientras, nosotros cargamos los caballos franceses con las armas, las tiendas de campaña, las provisiones y los enseres de los soldados abatidos y continuamos con nuestra marcha.

 

 

Conforme avanzábamos, el desfiladero se hacía cada vez más estrecho. Pepe dijo que ya salíamos de él. El terreno se volvió más escarpado y se perdían el monte bajo y la piedra; en su lugar había bosques de encinas y pinos, acompañados de madroños y jaras. El aire era más limpio que en el desfiladero. Una suave brisa de aire puro nos acariciaba la cara; respiré hondo y suspiré: la única manera de olvidar lo que acabábamos de hacer era intentar dejar la mente en blanco e inhalar aquel aire limpio e inocente. Los soldados abatidos desaparecían así de mis recuerdos.

El olor de los madroños y de los pinos evocaba tiempos mejores, lugares a los que había viajado con mi padre y en los que pasaba largas temporadas entre libros y naturaleza. Aquel oficio te daba la oportunidad de conocer diversos parajes, pues siempre hacían falta maestros. Mi padre era nómada, viajábamos de un punto a otro hasta que decidió que lo mejor para mí sería seguir sus pasos, y el mejor sitio para ello era Granada, donde él había estudiado.

Cabalgaba pensando en todo ello cuando me di cuenta de que estábamos llegando. Subimos a una pequeña colina y le pedí el catalejo a mi amigo el pastor. Temía que el pueblo estuviese bajo dominio francés, no podíamos meternos en la boca del lobo. Miré a través del aparato, pero no había indicios de invasión por parte de los franceses; al contrario, había milicianos por doquier.

También se podía ver un pequeño destacamento de soldados españoles; parecían dragones. El uniforme lo había visto antes, en la tienda de Ramón —mejor dicho, de Dominique—, cuando le entregamos a uno de los presos. Dragones de Almansa, dijo que se llamaban. Era perfecto, pero no podíamos hacer noche allí; cuanto menos se nos conociera, mejor. La gente era demasiado curiosa y podía haber algún compinche de Dominique.

El pastor encontró el lugar perfecto para hacer noche: un pequeño descampado rodeado por grandes encinas a la orilla de una colina. Estaríamos a cubierto y bien camuflados entre la espesura del bosque. Paramos, bajamos de los caballos y Fabio los ató a una gran encina. Su envergadura era tal que pudo atar todos los caballos a su tronco, y su altura se perdía entre las nubes, que cada vez viajaban más bajo, casi tocando tierra.

Estaba entrando la tarde. Le ordené a Antonio que montase su caballo, iríamos a la taberna del pueblo mientras Fabio y Pepe preparaban el campamento. Le pregunté al pastor si hacía falta algo; este, tras inspeccionar los víveres franceses, negó: había comida para varios días, y también bebida.

Cogimos nuestras armas. Llevábamos colgados los Baker; con ellos pasaríamos desapercibidos entre tanto miliciano. Antes de partir le recordé a Pepe que estuviese atento: pese al éxito de la emboscada, no nos podíamos confiar, ya que los franceses, tarde o temprano, echarían en falta sus cañones. Monté en mi fiel amigo Bucéfalo y partimos hacia la villa.

Era una pequeña villa, y parecía muy reciente. El abuelo de nuestro rey, Carlos III, necesitaba abrir un paso por Despeñaperros, el puerto del Muradal, para conectar Andalucía y Castilla-La Mancha; además, quería repoblar Sierra Morena. Se establecieron pequeños asentamientos de colonos y se creó la villa. En una pequeña extensión muy llana se agolpaban varias casas. No tenía iglesia, por lo que casi todo el poblado tenía la misma altura. Solo destacaba una pequeña ermita, donde los feligreses podían escuchar misa y confesar ante Dios sus pecados.

Entramos en la villa. Había mucho murmullo; en todos los rincones del pueblo, los milicianos parecían esperar el inminente ataque francés. La gente del pueblo debía de estar en sus casas, porque casi todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Aquellos pobres aldeanos, campesinos y gente de bien, no querían mezclarse con los milicianos. Según Cillian, aquellos no eran paisanos, sino la calaña que nadie quería en sus ciudades. Serían libres y además les pagarían por matar.

Paré ante uno de ellos y le pregunté por la taberna, este me indicó el camino y proseguimos cruzando el poblado por la calle principal, que lo partía en dos. Al llegar a la taberna, le ordené a Antonio que se quedase fuera vigilando los caballos. Aquellos milicianos no tenían buena pinta, y nuestras monturas eran un botín muy suculento.

Entré en la taberna. Tenía una gran puerta, de dos brazos de grosor, y pesaba como el plomo. Estaba abarrotada; lo que la bala del cañón no había conseguido lo iba a lograr el murmullo, era ensordecedor. Me acerqué a la barra y pedí un vaso de cerveza al tabernero, un hombre de mediana estatura, con el pelo blanco y cara de pocos amigos.

Me cobró antes de servirme. Disimuladamente, saqué un real de a ocho y vi cómo me miraban algunos de los clientes. Cogió el dinero y yo la cerveza, y busqué, rápidamente, una mesa vacía en la que sentarme y esperar a mis amigos. La encontré cerca de la entrada. Me senté y esperé que no tardasen mucho; no tenía ganas de beber ni de aguantar a borrachos peleándose por tonterías.

Intenté olvidarme de todo. Pensé en mi mujer y en lo maravilloso de nuestro noviazgo; aunque lo hubiésemos vivido a escondidas, pasamos muy buenos ratos juntos. Recordé cuando llegaba la primavera y nos escapábamos al arroyo que se formaba cerca de la Campana, y el valor que tenía María de bañarse allí, en las frías aguas de la nieve derretida de Sierra Nevada. Añoraba los paseos entre los almendros florecidos, casi podía olerlos y tocarlos; aquel paisaje rosa bañado por el color rojizo del ocaso; las tardes que pasábamos sentados frente a la chimenea de mi escuela, en las que le contaba historias de piratas y bucaneros.

Mientras afloraban en mí aquellos maravillosos recuerdos, noté como alguien me tocaba el hombro. Mi primera reacción fue echar mano a mi cuchillo de los ojos de serpiente, pero al levantar la vista vi allí a Daniel.

—¡Al fin! —exclamé.

—¿Cuánto tiempo lleváis esperando?

—No sé, parece que ha oscurecido, ¿no?

—Sí, falta poco para la noche —asintió mi amigo.

—Estaba pensando en épocas mejores y he perdido la noción del tiempo —confesé.

—Vamos, debemos irnos, parece que no te encuentras muy bien.

Salimos de la taberna y allí estaban Cillian y Manuel, esperando montados en sus caballos. Antonio se acercó a mí y me advirtió que la próxima vez él esperaría dentro de la taberna y yo fuera. Le dije riendo que en aquellos lugares no admitían a menores; mi amigo se giró y me fulminó con la mirada. Montamos en nuestros caballos y partimos hacia el pequeño campamento.

La noche se acercaba y el sol comenzaba a desaparecer en el horizonte. Llegamos en poco más de un cuarto de hora. Fabio estaba encendiendo una pequeña fogata y Pepe engrasaba las balas de su Baker sentado, apoyado contra una gran roca. Bajamos y atamos los caballos junto a los otros, dejé mis armas en la montura de Bucéfalo y me senté junto a la fogata.

Me quité las botas. Me dolían los pies y las magulladuras. El Gitano se acercó a mí y sacó de su hatillo unas hierbas oscuras, me las dio y me pidió que las masticara. Cuando notase un sabor amargo debía aplicarlas en las heridas que sangrasen, pero antes debía limpiarlas, de esa forma no se infectarían.

Contra la hinchazón de los golpes no conocía nada, pero tenía otras hierbas, en este caso de su tía, que servían para aliviar el dolor y que, además, ayudaban a conciliar el sueño. Se las pedí; el dolor de los pies se me hacía insoportable. Había que mezclarlas con agua y bebérselas. Lo hice, y en breve noté su efecto.

Comencé a sentirme exhausto. Los ojos se me cerraban y pedí a mis compañeros que me disculparan, que necesitaba dormir, pero que me llamaran cuando tuviese que hacer guardia. Me retiré a unos diez pasos de ellos, eché una manta en el suelo y me tumbé en ella. En un suspiro me quedé dormido.

Tenía mucho calor. Comencé a sudar, me asfixiaba; el calor brotaba de mi cuerpo como las ascuas de un brasero. No podía más cuando, de repente, el calor se tornó en un frío intenso; parecía que estuviera desnudo en un lago helado. El sudor se convirtió en humedad. Estaba tiritando y el frío invadía todos los rincones de mi cuerpo.

A tientas, sin poder abrir los ojos, buscaba desesperadamente una manta, pero no la encontraba. Entonces alguien, sin que pudiera distinguirlo, me arropó. Solo llegaba a entender unas palabras: «No pasa nada, no pasa nada», oía de fondo. Aquella voz me resultaba muy familiar, la había oído pronunciar antes exactamente las mismas palabras, pero no recordaba dónde ni quién me las había dirigido.

Por fin se calmó el frío; cambió a una relajante brisa del céfiro, olía a mar. De nuevo intenté abrir los ojos, pero los párpados me pesaban cual plomo. Esta vez no me importó no conseguirlo, me encontraba muy a gusto respirando aquella brisa marina.

Cuando logré abrir los ojos estaba oscuro, y solo distinguí una figura al lado de un pequeño fuego. Era Manuel, que me vigilaba con su mirada bicolor, atónito mientras chupaba una gran pipa parecida a la de Pepe y exhalaba una gran cantidad de humo.

—Al fin has despertado —dijo.

—¿Cómo? —pregunté, incrédulo.

—Amigo, has tenido fiebre. Tus heridas no eran magulladuras, nos has tenido preocupados, muy preocupados, hasta que has dejado de sudar y de gritar. Al final las hierbas de tu amigo han surtido efecto y han desinfectado las heridas. Debiste curarte antes de marchar a la taberna para esperarnos. Creímos que te perdíamos —explicó.

No sabía qué decir, solo agradecí a Dios que siguiera vivo. Las infecciones eran algo que te podía llevar a la muerte en un instante. También agradecí tener como amigo a Antonio, pues sus hierbas me acababan de salvar de una muerte lenta y dolorosa.

Intenté levantarme, pero no pude, me dolía todo el cuerpo. Manuel me indicó que no podría levantarme hasta el alba. Debía descansar; al día siguiente había que partir fuese como fuese. Volví a tenderme y me quedé dormido de nuevo. El dolor se transformó en picor y las heridas comenzaron a supurar, hervían; eso era buen síntoma: se curaban.

 

 

Desperté y, al abrir los ojos, vi que no había nadie; solo quedaba el rastro de la fogata de la noche anterior. Pensé que me habían dejado allí solo y que se habían marchado sin mí; quizá me habían dado por muerto o me habían dejado al pensar que sería una carga. El corazón comenzó a latirme con violencia y me invadió una sensación de ahogo: no entendía cómo habían sido capaces de dejarme allí sin ni siquiera dignarse a darme sepultura, pasto de los lobos y de los carroñeros del bosque.

El dolor de verme solo dio paso a la ira: maldije a cada uno de mis compañeros, sobre todo al Gitano; después de todo lo que habíamos pasado juntos… Un vacío me invadió mi corazón, que seguía latiendo a un ritmo infernal. Me puse una mano en el pecho: se ensanchaba y se encogía, cada vez con mayor fuerza. Intenté respirar suavemente, pero fui incapaz.

Inesperadamente oí, en lontananza, una voz que me llamaba por mi nombre: «¡Miguel!, ¡Miguel!». Otra voz distinta se cruzaba; esta me llamaba maestro. Súbitamente, como si hubiese caído una tromba de agua, algo me bañó por completo. Al oír el estruendo, cerré instintivamente los ojos. Cuando los abrí, todos mis amigos me rodeaban: eran ellos quienes me habían estado llamando. Daniel llevaba una jarra en la mano.

—Pero ¿qué te ha pasado? —preguntó Antonio sollozando.

—No sé, me desperté y no estabais; me habíais dejado solo, pasto de los lobos —contesté entre jadeos.

—Qué mala es la fiebre —dijo Manuel, el Ligero.

—Pero ya ha pasado todo —me tranquilizó Pepe.

—Quizá, pero tómate este brebaje que te he preparado, con esto estarás fuerte como un toro. —Fabio me ofreció un pequeño vaso.

—Anoche desperté y te vi a mi lado —dije entonces, mirando a Manuel.

—¿Estás seguro?, porque estuve durmiendo toda la noche a más de veinte pasos de ti.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Cillian con su marcado acento.

—Sí, ya no me duele nada —contesté.

—Normal, con lo que te has movido esta noche —dijo Antonio con cara fatigada.

Había pasado toda la noche a mi vera y no me había dejado ni un instante. Estaba muy preocupado, nunca había visto nada semejante: deliré toda la noche, hablaba en sueños, incluso lo insulté, dijo. Pepe aseguró que si la Santa Inquisición me hubiese visto me habrían quemado por endemoniado. Dijo que con aquella fiebre era normal, y que no habían conseguido calmarla.

Habían pasado la noche en vilo por mi culpa, y en ese momento se los veía fatigados. Discutían sobre la causa de mi fiebre: unos decían que había sido la calentura estacional; otros, que la causa había sido la infección de las heridas sufridas en la emboscada a los franceses. Fuese lo que fuese, ya había pasado. «Una mala experiencia más», pensé.

Fabio preparó algo para desayunar. El sol hacía rato que apuntaba bien alto y por mi culpa ya habíamos perdido mucho tiempo; llevábamos demasiado retraso y no podíamos dejar pasar ni un minuto más.

Me levanté. El dolor era mucho más liviano, aunque todavía quedaban vestigios del daño de la noche anterior. Me dirigí hacia un riachuelo que pasaba cerca de nuestro campamento. Antonio me acompañó: no quería que fuese solo, me veía un poco débil aún. Hinqué las rodillas en el suelo y me lavé la cara. El agua estaba fría, pero era lo que me hacía falta: necesitaba espabilarme y lo conseguí. Invité a mi amigo a que se lavase y se espabilase él también, se le notaba cansado.

Aproveché para agradecerle todo lo que había hecho por mí. Era un gran amigo, y lo hacía porque sabía que algún día su vida dependería de mí y que entonces yo lo salvaría. Él se sentía como el amigo de Ulises, como su fiel escudero; quería que, cuando escribiesen libros sobre nosotros, hablasen de lo buen amigo que había sido del héroe. Le contesté que el único y verdadero héroe de las aventuras que estábamos viviendo era él. Se sonrojó y no dijo nada más, solo me ayudó a levantarme para volver con los otros.

Cuando llegamos al campamento, estaba casi todo recogido. Me senté para colocarme las botas y Pepe me trajo un trozo de queso y miel que había encontrado entre las provisiones francesas. Dijo que la miel me daría la energía necesaria para recobrar las fuerzas perdidas por la fiebre.

Mientras comía observaba la pequeña compañía que habíamos formado: siete hombres de honor, cinco andaluces y dos extranjeros (aunque Daniel tenía parte suiza, él se consideraba sevillano a todos los efectos). Me sentía orgulloso de formar parte de aquella compañía.

Al verme, Fabio, que estaba preparando los caballos, se acercó y me obligó a tomar más brebaje. Según él, antes de que el sol apuntase en lo más alto me encontraría como si no me hubiese pasado nada. Yo me fiaba de aquel hombre, que además de ser brujo tenía algo de chamán; tantas hierbas y brebajes indicaban que también era curandero. Me lo bebí sin ninguna objeción; lo único que quería era recuperarme, y, cuanto antes, mejor.

Conforme pasaba la mañana me encontraba mucho mejor: el dolor casi había desaparecido y las heridas comenzaban a cicatrizar. Me levanté y ayudé a los demás a recoger. En poco tiempo tuvimos el campamento desmantelado, todo recogido y organizado a lomos de los caballos. Montamos y comenzamos la travesía.

 

 

Cabalgábamos por amplios llanos. Aquel era un terreno perfecto para los caballos, que disfrutaban de su galopar sin piedras resbaladizas ni colinas con grandes desniveles. Bucéfalo parecía flotar como una nube en el cielo claro que nos iluminaba. Con el movimiento de vaivén de mi fiel amigo, ambos nos volvíamos uno solo. Yo ya no me acordaba del dolor, al fin había desaparecido por completo.

En breve llegamos a un gran bosque; la vista se perdía en él. Era una extensa alameda formada por álamos y chopos no muy frondosos. Entre ellos quedaban grandes claros, pues aquellos árboles de gran talla y robusto temperamento necesitaban mucha luz. Dejaban caer con la brisa unas semillas parecidas a los copos de nieve del frío invierno. Entre ellos se vislumbraba una pequeña villa, que según Cillian se llamaba Las Virtudes. Debíamos hacer un alto en ella para informarnos sobre la situación del ejército francés en los pueblos que nos quedaban por atravesar antes de llegar a destino.

Entramos en la villa. Había mucha gente trabajando sus tierras, unos labrando y otros recogiendo las primeras siembras de la patata. Aún no era tiempo de la recogida, que se dejaba para mediados de julio, pero en aquellas tierras tenían una variedad más temprana que en las nuestras. Casi todos eran niños; algunos adultos acompañaban a estos precoces campesinos que debían estar en la escuela, pero era elección de sus padres. El hambre comenzaba a ser un mal común en nuestro reino, y si, como todo parecía indicar, comenzaba una guerra, aquel sería el gran daño colateral.

Cillian se detuvo ante un campesino y le preguntó por un hombre que se hacía llamar el Apoderao de Castilla. Le dijo que lo encontraría en el santuario de la Virgen de las Virtudes, que no tenía pérdida porque al atravesar la villa nos toparíamos con ella. Se lo agradecimos y continuamos la marcha hasta que al poco dimos con el santuario. Manuel nos explicó que era una ermita plaza de toros. Yo había oído hablar de ellas; eran muy comunes en Ciudad Real, como el santuario de las Nieves de Almagro, donde había estado un verano con mi padre.

Paramos justo delante y descabalgamos: era espectacular. Fabio y Antonio se quedaron cuidando de las monturas y los demás entramos en busca del Apoderao. Si por fuera era espectacular, por dentro era magnífica: había una techumbre mudéjar de par y nudillo, con unas pilastras dóricas que sostenían un entablamento para una cúpula con pechinas y arcos torales, la cual simulaba un gran espacio abierto con una balaustrada presidida por María Inmaculada, la vencedora del dragón. Pero lo mejor era, sin duda, la decoración barroca.

Pasamos a la plaza de toros, cuadrada, de sillería clásica, con grandes zapatas y balaustrada, las barreras de color almagre y los muros blancos. Nos encontrábamos en medio de la plaza cuando un hombre corpulento, con un prominente bigote, se acercó tranquilamente a nosotros; intuimos que sería el Apoderao. Cillian no nos quiso decir quién era en realidad aquel hombre, pero parecía un buen contacto de nuestro amigo irlandés. Ambos se saludaron como si no se hubiesen visto en mucho tiempo: se fundieron en un gran abrazo y el Apoderao lo estrujó como a un guiñapo; Cillian se dejó querer.

Los demás nos manteníamos retirados por deseo expreso del irlandés, pero, al desconfiar de él, me acerqué a ellos.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó el Apoderao.

—Es Miguel, jefe de la compañía. Tu amigo Dominique, en persona, lo escogió para liderar el grupo —contestó Cillian con retintín.

Le gustaba poco que todos me siguiesen y me considerasen jefe a mí, un hombre que no era militar ni quería serlo. Creía que me iba a acobardar ante ellos, así que en ese momento saqué mi lado más oscuro y me crecí.

—Si todos me siguen será por algo. Si no quieres venir con nosotros, da media vuelta y vuelve a tu campamento. No nos haces falta, nos las hemos apañado muy bien hasta ahora —le espeté.

—No quería molestarte. Tiene genio, el chico —replicó el hombre con una sonrisa.

—Nada de chico; y comienza a hablar, que tenemos prisa —le exigí mirándolo fríamente.

—No te preocupes, Dominique acertó al elegirlo —dijo Cillian para suavizar la situación.

—Muchacho, no quería irritarte, pero es que la situación es más grave de lo que parece: en cuestión de días comenzará la verdadera guerra, y para evitar masacres por parte del ejército francés debemos capturar y liquidar a esos espías. Estoy al tanto de todo, incluso sabía de vosotros; de todos, menos del negro.

—Tiene nombre, se llama Fabio, y es una de las personas más valerosas que he visto jamás —apunté.

—Bueno, como se llame, da igual; aquí lo importante es que ayude a la causa —repuso, molesto.

—Ve al grano —le urgió Cillian, harto de tanta charla.

—El general Dupont ha instalado un parque de intendencia en Santa Cruz de Mudela, a unas tres leguas de Valdepeñas, así que debéis llegar campo a través hasta destino. Una vez allí, tenéis que hablar con don Juan Antonio León Vezares, el Cura Calao; es el cura del pueblo, ha alarmado a la población y van a convocar una junta de defensa. Ellos os ayudarán en todo lo que necesitéis, están de nuestra parte. Pero debéis tener cuidado, hay dos generales franceses con sus regimientos a poca distancia —explicó.

—Ya, el general Ligier-Belair, con quinientos dragones en Madridejos, y el general Roize, en Manzanares —precisó el irlandés.

—No os puedo ayudar en nada más porque no sé nada más, os lo he contado todo. No me imagino cómo conseguiréis capturarlos, pero vais a necesitar mucha suerte. Dominique se halla refugiado en una fortaleza que parece inexpugnable: cuenta con cincuenta hombres armados; mejor dicho, mercenarios. No sé de dónde los habrá traído, pero no parecen moros ni negros; lo único que sé es lo peligrosos que son, o eso es lo que cuentan los lugareños —advirtió.

Tras estrecharnos las manos, nos despedimos. Por su fuerte apretón supe que era una persona agresiva a la que le gustaba controlar la situación: su mano quedó por encima de la mía y miró al suelo. No le gusté nada; el Apoderao creía que lo tenía todo bajo control, pero se le escapaba un pequeño detalle: el joven maestro. Se marchó cruzando la plaza de toros y nosotros fuimos hacia el otro extremo, donde nos esperaban nuestros amigos.

Cillian me dijo que sentía haberse comportado de aquella forma, que a veces le salía el soldado que llevaba dentro y se olvidaba de que nuestra pequeña compañía estaba formada por civiles, como mucho exmilitares. Le dije que no pasaba nada, pero que en esas situaciones yo tenía que ir con él porque dos cabezas piensan más que una. Se quedó conforme y continuamos caminando.

Antes de salir de la ermita eché un último vistazo a aquella magnífica obra de arte, y al girarme pude ver al Apoderao hablando con un joven. Este vestía de verde y llevaba un pañuelo rojo atado al cuello, y otro negro que cubría su cabeza. Aligeré el paso y Cillian me preguntó por qué; le conté que había visto a su contacto hablar con alguien y a este salir de inmediato. Debíamos atraparlo, no me fiaba de ese hombre.

Llegué hasta mis amigos, que nos esperaban sentados a la sombra de la fachada de la ermita. Les pregunté si habían visto salir a un muchacho y Daniel asintió: acababa de verlo marchar a pie. Los demás lo corroboraron y ordené a Pepe y al Gitano que lo capturaran para hablar con él. No podíamos dejarlo escapar; de lo contrario, quizás informaría a Dominique de nuestra misión.

De inmediato subieron a sus caballos y se dirigieron hacia el joven. Ordené a los demás que se preparasen para partir, nos reuniríamos en breve en la salida norte de la villa. Fabio y yo iríamos a por el muchacho a pie, así que debían llevarse nuestros caballos. Empezamos a correr. Nos llevaba cierta ventaja, pero podíamos atraparlo.

Nos adentramos en las laberínticas calles de la villa: todas parecían la misma; todas las casas estaban amontonadas y tenían exactamente la misma fachada. No sabía adónde dirigirme. Paré a Fabio, era mejor que volviésemos con los demás. Pensé que el Gitano lo habría atrapado, pero en ese momento oímos un grito: «¡Se escapa!». Fabio identificó al instante su procedencia y echó a correr. Yo lo seguía; mi amigo corría muy rápido, pero no lo perdía de vista.

Llegamos a un gran maizal con unas plantas enormes. Vimos a Pepe en el otro extremo y, al vernos, señaló que el muchacho se había adentrado también en él, pero que lo había perdido de vista. Tenía el caballo del Gitano y este bajó a buscarlo; Fabio no dudó y se adentró en el maizal, así que lo seguí. Había que encontrar al joven.

Entonces mi amigo desapareció y me encontré solo. Eché mano a la francisca, pues entre aquella espesura no se podía ver bien. Oí el crujir de una de las plantas secas que quedaban a mi espalda, me giré y sigilosamente me acerqué. Guardé la francisca y empuñé el cuchillo de los ojos de serpiente, respiré hondo y me abalancé sobre el ruido.

Salté por encima del muchacho y caí justo encima de él. Le puse el cuchillo en el cuello y le aconsejé que callase, que no pidiera auxilio o lo degollaría. Lo levanté del suelo y llamé a Pepe, que avanzó con los caballos entre las plantas hasta dar con nosotros. Maniatamos al joven, le tapamos la boca con el pañuelo que llevaba anudado al cuello y lo subimos al caballo del Gitano. Salimos del maizal y nos encontramos con Fabio y Antonio, que nos esperaban sentados a la orilla de un gran álamo. Ordené a los muchachos que nos esperasen en la salida norte de la villa; una vez allí, interrogaríamos al chico.

Al llegar con los otros, me acerqué a Cillian y le dije que, por su bien, esperaba que el muchacho no lo nombrase. Estaba muy nervioso; por culpa de otro traidor, todo se iba al traste. Daniel ató al joven a un álamo estrecho, sacó su gran navaja y le liberó las manos. El chico ni parpadeaba. Pedí a los demás que se marchasen a descansar, que nos quedaríamos solos Cillian, Daniel y yo; después los informaría. Debían confiar en mí, sabía lo que me hacía.

Cogí una de las pistolas que les habíamos quitado a los soldados franceses y me la colgué del cinto, me dirigí hacia Daniel y le pedí que le hiciese hablar. El irlandés se situó a unos quince pasos de nosotros. Parecía estar buscando un lugar estratégico por si tenía que huir; mientras, yo no apartaba la mano de la pistola. Daniel se aproximó al joven y, casi rozándolo, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Antes de que pudiese responder, le propinó un terrible golpe en las costillas.

—Sebastián —dijo sollozando—. ¿Por qué me pegas? —preguntó el joven una vez sobrepuesto del golpe.

—Esto es para que sepas que no me ando con rodeos. Debes decirme la verdad, y, si creo que mientes, y que sepas que sabré cuándo lo haces, te daré otro —le amenazó mi amigo.

—Vale, vale, pero no me pegues más —suplicó mientras miraba a Cillian.

—¿Conoces al Apoderao? —siguió Daniel.

—Sí, es mi jefe.

—¿Trabajáis para los gabachos?

—No, no, ¿por qué crees que trabajamos para ellos?

—Mientes muy mal. —Daniel le asestó otro terrible golpe.

—Vale, vale, te diré la verdad —accedió entre lágrimas y escupiendo sangre.

En ese instante, Cillian emprendió su huida. Saqué la pistola lo más rápido posible y disparé. No acerté; cargué de nuevo el arma y, al mirar hacia él, había desaparecido. Poco después se oyó un disparo y, a continuación, un lamento. Me apresuré para ver qué había pasado y encontré a Cillian en el suelo agarrándose la pierna, que tenía ensangrentada. De entre la maleza salió Pepe. Sabía lo que tenía que hacer, había aguardado su momento.

Me acerqué al irlandés y, empujándolo con el pie hasta el suelo, le pregunté si nos creía tan estúpidos. Lo intuíamos desde hacía tiempo, por eso Pepe lo había esperado. Creíamos saberlo desde que no se había mostrado de acuerdo con las órdenes del general Álvarez de la Campana. El sargento Salgado me había advertido que no me fiase de nadie, al igual que Ramón, y eso había hecho. Solo me fiaba de mis amigos, y él no era uno de ellos.

Al poco llegaron los demás. El Gitano me miró asintiendo con la cabeza: lo sabía, no le había caído bien desde el primer momento en que lo había visto. Pepe se acercó al irlandés y le escupió en la cara; no sabía con quién se había topado. Miré a Manuel y le dije que el Apoderao no se nos podía escapar, que se llevase al Gitano y que acabasen con él. No queríamos más prisioneros.

Antonio se dirigió corriendo hacia su caballo y de un brinco montó en él. Manuel le siguió y me prometió que le darían caza antes de que el sol se ocultase. Debíamos esperarlos en la taberna-posada de Valdepeñas; conocía a la dueña, una chica joven, y si le decíamos que íbamos de su parte ella nos ayudaría. Partieron al instante.

Mientras, Fabio le recolocó la pierna a Cillian. La bala, además, se la había partido. Le anudó un pañuelo en la herida y, cogiéndolo como un trapo, lo sentó junto al muchacho que estaba atado al álamo. Al verlo, Daniel se acercó, le puso en el cuello el cuchillo del mango de dragón y le susurró al oído que no vería oscurecer el día.

Atamos a Cillian al mismo árbol y vi que el muchacho estaba inconsciente. Le pregunté a Daniel si lo había matado y negó, solo se había desmayado por el dolor. Me explicó lo que le había contado; al ver a Cillian salir corriendo, ya no tenía nada que ocultar. Le había dicho que trabajaban para los franceses y que había muchos infiltrados en nuestro Ejército. «Cuánta razón», pensé, y me vino a la mente el sargento Luis de Aramburu. A él le pagaba el Apoderao, y a este, un tal Abdel Samí. Ya entraba otra vez en escena aquel malnacido. No conocía a nadie llamado Dominique de Jover, pero a Cillian ya lo había visto hablar con su jefe de las reuniones de los generales españoles y de las milicias que se estaban preparando. Ante aquel relato, Daniel no había podido sino golpear al muchacho hasta dejarlo inconsciente.

Era el turno de Cillian, pero cuando me disponía a interrogarlo oímos silbatos. Era un destacamento francés, seguro que habían oído los disparos y ya tendrían noticias de la emboscada. Debí haber acompañado al irlandés en todo momento; le había dado tiempo a hablar con el Apoderao antes de que yo llegase. Pepe, que asistía, atento, al interrogatorio, afirmó que debíamos partir de inmediato, pues no sabíamos cuántos soldados franceses podían llegar.

Cillian sería una carga inútil, así que mi amigo sacó una pistola y sin pensarlo le disparó en la cabeza. Su cuerpo cayó lentamente al suelo. Me quedé atónito al ver aquella escena. No estaba de acuerdo con matar a un hombre atado y herido sin posibilidad de defenderse, pero era la única solución. Me habría gustado conocer de primera mano todo lo que deseábamos saber sobre nuestro rival francés, pero no pudo ser.

Daniel sacó su navaja y se dispuso a acabar de igual modo con el muchacho, pero Fabio lo detuvo: conocía una muerte mucho menos dolorosa. El joven no sufriría y seguiría dormido en un sueño del que ya no despertaría. Sacó un hatillo de su bolsillo y extrajo de él una hierba negra, se acercó al chico, le abrió la boca y se la colocó debajo de la lengua. Le cerró la boca y dijo que nos podíamos ir, que jamás despertaría. Aquella pequeña semilla actuaba primero paralizando todos los nervios y, a continuación, detenía el corazón. Lo conduciría al otro mundo de forma indolora.

Hecho esto, montamos en los caballos y huimos, raudos, de aquella alameda. Habíamos quedado con nuestros compañeros en la taberna y no debíamos demorarnos.